jueves, 28 de mayo de 2015

Mordiscos literarios / 6




«Igual que ahora vengo a verla a usted, señorita, antes me gustaba frecuentar a aquellas bellezas de allí, junto a la iglesia; no es que yo estuviera tan entregado a la sacristía, es que al lado de la casa del cura había una tienda, donde un tal Altmann vendía máquinas de coser de segunda mano, además de gramófonos americanos de doble cuerda y extintores de marca Minimax; y el tal Altmann, como segunda ocupación, proporcionaba chicas guapas a todos los bares y tabernas de la provincia, y frecuentemente aquellas señoritas se alojaban en un cuartito de la trastienda o, si era verano, las damiselas levantaban una tienda de campaña en el jardín, y al señor cura le gustaba pasear junto a la cerca, ya que aquellas guapetonas ponían la gramola, cantaban, fumaban y tomaban el sol en traje de baño… aquello era una delicia, era como estar en el cielo, en el paraíso, por ello al señor cura le complacía tanto andar junto a la cerca, para pasar revista, porque había tenido mala suerte con sus capellanes: uno se le había escapado con su prima a Canadá, otro se pasó a la Iglesia de los Hermanos Checos y Eslovacos para poder casarse, y el último se saltó la prohibición y la cerca; visitando a aquellas preciosidades que tomaban el sol en traje de baño, se enamoró de una de ellas y acabó pegándose un tiro a causa del amor no correspondido… un revólver o una Browning siempre acaban por causar daño […]».

Clases de baile para mayores. Bohumil Hrabal (1964)

viernes, 15 de mayo de 2015

Siempre pasan cosas






Las ciudades han sido siempre las protagonistas de muchas ficciones literarias. Son poliédricas, cambian de aspecto y de ritmo con el transcurso de las horas y tienen su fauna particular. Además, bajo la capa de aparente normalidad de cada urbe, ya sea una metrópoli o una minúscula ciudad de provincias, en cada barrio acechan siempre situaciones personales complejas a la vuelta de la esquina. Desamores, soledad, búsqueda implacable de cariño, nostalgia, incomunicación o violencia son solo parte de un río subterráneo que avanza con fuerza, arrastrando sin remedio a multitud de navegantes urbanos.

Es ese caldo de cultivo diario y oculto el que saca a la luz el valenciano Kike Parra (Alcira, 1971) en su primer libro de microrrelatos. Una geografía humana dividida en tres partes, como si se tratase de un atlas particular con fronteras cinceladas a base de escenas cotidianas: Historias de la ciudad divisible, Zonas de paso y Últimas calles.

Por cada uno de estos escenarios van desfilando familias, tipos solitarios, prostitutas, parejas separadas, viudos, amas de casa, jubilados, ancianas solitarias, asesinos despiadados y hasta la misma muerte susurrándole confesiones al lector. Todos ellos aportan su particular visión de la vida en la ciudad, algunas veces esperanzadora y las más, ingrata.

Procurando huir de los lugares comunes, Parra utiliza un estilo directo y nada artificioso para llevarnos al meollo de lo que nos quiere transmitir. Elige con cuidado el ángulo de la narración, las palabras justas y, tras crear el ambiente necesario, remata disparando a bocajarro. Unas veces las balas van impregnadas de un humor irónico, bastante gamberro, y otras la pólvora nos estalla en plena cara. Así, pasamos de unas narraciones simpáticas, desinhibidas y socarronas, como La mujer sin nombre, a microrrelatos crueles y demoledores, como Lejos de la ciudad o Incompleto, tras los que hay que tomar aire para seguir caminando.

Pero también hay espacio en estas calles para los personajes con un punto tierno, los amores fugaces e incluso las visiones futuristas (no muy amables, por cierto) o el cuento fantástico (estupendo el que lleva por título Rechazo). Y es que este libro pretende ser un reflejo de las situaciones a las que nos abocan tarde o temprano las ciudades, maravillosas e implacables. Hombres y mujeres intentando agarrar por los pelos una felicidad tozudamente esquiva o enfermos de nostalgia que añoran su pueblo y se extasían con el aroma a sarmientos quemados de un asador.

Teniendo en cuenta la gran dificultad del género, Kike Parra entrega en este primer volumen en solitario una colección de textos bastante solvente. Se nota su amor por la distancia corta y su buen oficio, lo que lo hace un autor interesante al que seguir en próximas entregas. Sin embargo, para mi gusto hay también algunos microrrelatos claramente mejorables. En algún caso no me ha llegado la historia (Solitarios, ¿Estás segura?, La canguro), el argumento o la resolución son algo flojos (¿Qué va a pasar?, Hasta que quiera o Lo mejor para mi hija) o bien parece que haya faltado el proceso de reescritura (como el batiburrillo de tiempos verbales en Cada tarde). Pero estos pequeños inconvenientes no impiden disfrutar del resto de paseos por la ciudad ni del rumor de la calle. Como colofón, os incluyo dos de los microrrelatos que más me han gustado.


Corazones

Le pregunto si le importa que fume. El hombre al que acabo de conocer esta noche busca algo entre las revistas que tiene amontonadas junto al sofá, hasta dar con un encendedor. Al darme fuego le veo unos números grabados en la muñeca. Le pido que se suba la manga. Aparece una calavera con dos diamantes dibujados en el hueco de los ojos y, debajo, su nombre, en una especie de garabato infantil. Le digo que se desabroche la camisa. Tú primero, me pide. Se queda mirando el sujetador de encaje. Hace mucho que no veía uno de estos, me dice. Intento mantener una sonrisa sosegada. No quiero prestarle demasiada atención a la cara que pondrá después, cuando me lo desabroche y lo deje caer y vea las cicatrices y me pregunte por lo que ocurrió. Prefiero quedarme mirando el rostro de mujer que tiene tatuado a la altura del corazón.

Amor que no atraviesa

En el barrio se murmuraba que la mujer rubia y su difunto marido habían recorrido medio mundo con un número de ilusionismo en el que utilizaban espadas. Se decía que en un arcón guardaba los viejos vestidos de lentejuelas sin un rasguño. Que en una vieja maleta guardaba los guantes blancos, las chisteras y las capas de raso y terciopelo. Que en el sótano estaba la caja donde se escondía para luego aparecer, incólume, ante los espectadores. Aunque nadie sabía qué había hecho de las espadas. Por eso me alegro tanto cada vez que veo a papá salir con vida de casa de la mujer rubia.


Siempre pasan cosas, Kike Parra Veïnat
Enkuadres, 2015, 126 páginas, 12