Las ciudades han sido siempre las protagonistas de muchas
ficciones literarias. Son poliédricas, cambian de aspecto y de ritmo con el
transcurso de las horas y tienen su fauna particular. Además, bajo la capa de
aparente normalidad de cada urbe, ya sea una metrópoli o una minúscula ciudad
de provincias, en cada barrio acechan siempre situaciones personales complejas
a la vuelta de la esquina. Desamores,
soledad, búsqueda implacable de cariño, nostalgia, incomunicación o violencia
son solo parte de un río subterráneo que avanza con fuerza, arrastrando sin
remedio a multitud de navegantes urbanos.
Es
ese caldo de cultivo diario y oculto el que saca a la luz el valenciano Kike Parra (Alcira, 1971) en su primer
libro de microrrelatos. Una
geografía humana dividida en tres partes, como si se tratase de un atlas
particular con fronteras cinceladas a base de escenas cotidianas: Historias de la ciudad divisible, Zonas de
paso y Últimas calles.
Por
cada uno de estos escenarios van desfilando familias, tipos solitarios, prostitutas, parejas separadas, viudos, amas
de casa, jubilados, ancianas solitarias, asesinos despiadados y hasta la misma
muerte susurrándole confesiones al lector. Todos ellos aportan su
particular visión de la vida en la ciudad, algunas veces esperanzadora y las
más, ingrata.
Procurando
huir de los lugares comunes, Parra utiliza un estilo directo y nada artificioso para llevarnos al meollo de lo
que nos quiere transmitir. Elige con cuidado el ángulo de la narración, las
palabras justas y, tras crear el ambiente necesario, remata disparando a
bocajarro. Unas veces las balas van impregnadas de un humor irónico, bastante
gamberro, y otras la pólvora nos estalla en plena cara. Así, pasamos de unas narraciones simpáticas,
desinhibidas y socarronas, como La
mujer sin nombre, a microrrelatos
crueles y demoledores, como Lejos de
la ciudad o Incompleto, tras los
que hay que tomar aire para seguir caminando.
Pero
también hay espacio en estas calles para los personajes con un punto tierno,
los amores fugaces e incluso las visiones futuristas (no muy amables, por
cierto) o el cuento fantástico (estupendo el que lleva por título Rechazo). Y es que este libro pretende
ser un reflejo de las situaciones a las
que nos abocan tarde o temprano las ciudades, maravillosas e implacables.
Hombres y mujeres intentando agarrar por los pelos una felicidad tozudamente
esquiva o enfermos de nostalgia que añoran su pueblo y se extasían con el aroma
a sarmientos quemados de un asador.
Teniendo
en cuenta la gran dificultad del género, Kike Parra entrega en este primer
volumen en solitario una colección de
textos bastante solvente. Se nota su amor por la distancia corta y su buen
oficio, lo que lo hace un autor interesante al que seguir en próximas entregas.
Sin embargo, para mi gusto hay también algunos
microrrelatos claramente mejorables. En algún caso no me ha llegado la
historia (Solitarios, ¿Estás segura?, La
canguro), el argumento o la resolución son algo flojos (¿Qué va a pasar?, Hasta que quiera o Lo mejor para mi hija) o bien parece que
haya faltado el proceso de reescritura (como el batiburrillo de tiempos
verbales en Cada tarde). Pero estos
pequeños inconvenientes no impiden disfrutar del resto de paseos por la ciudad
ni del rumor de la calle. Como colofón, os incluyo dos de los microrrelatos que
más me han gustado.
Corazones
Le
pregunto si le importa que fume. El hombre al que acabo de conocer esta noche
busca algo entre las revistas que tiene amontonadas junto al sofá, hasta dar
con un encendedor. Al darme fuego le veo unos números grabados en la muñeca. Le
pido que se suba la manga. Aparece una calavera con dos diamantes dibujados en
el hueco de los ojos y, debajo, su nombre, en una especie de garabato infantil.
Le digo que se desabroche la camisa. Tú
primero, me pide. Se queda mirando el sujetador de encaje. Hace mucho que no veía uno de estos, me
dice. Intento mantener una sonrisa sosegada. No quiero prestarle demasiada
atención a la cara que pondrá después, cuando me lo desabroche y lo deje caer y
vea las cicatrices y me pregunte por lo que ocurrió. Prefiero quedarme mirando
el rostro de mujer que tiene tatuado a la altura del corazón.
Amor que no atraviesa
En
el barrio se murmuraba que la mujer rubia y su difunto marido habían recorrido
medio mundo con un número de ilusionismo en el que utilizaban espadas. Se decía
que en un arcón guardaba los viejos vestidos de lentejuelas sin un rasguño. Que
en una vieja maleta guardaba los guantes blancos, las chisteras y las capas de
raso y terciopelo. Que en el sótano estaba la caja donde se escondía para luego
aparecer, incólume, ante los espectadores. Aunque nadie sabía qué había hecho
de las espadas. Por eso me alegro tanto cada vez que veo a papá salir con vida
de casa de la mujer rubia.
Siempre pasan cosas, Kike Parra Veïnat