martes, 22 de abril de 2014

Doctor Krupov






Alexandr Ivánovich Herzen (Moscú, 1812 – París, 1870) fue un filósofo e ideólogo que desde muy temprana edad se manifestó contra el régimen de servidumbre imperante en su país y a favor de una revolución campesina que transformara por completo la sociedad zarista.

Como hijo ilegítimo de Ivan Yakovlev, un destacado terrateniente miembro de la nobleza, Herzen tuvo desde su infancia un acceso privilegiado a lo más profundo de ambos mundos. En su obra Mi pasado y pensamientos (1867), él mismo cuenta cómo su tío solía castigar a sus siervos más díscolos con el alistamiento obligatorio en el ejército, por lo que en su casa reinaba un ambiente de terror entre los siervos jóvenes. No es de extrañar, pues, que desde niño fuera fraguando una profunda simpatía por los campesinos y un deseo cada vez mayor de reformas sociales.

En 1834, una vez completados sus estudios de Física y Matemáticas en la Universidad de Moscú, fue arrestado y acusado de injurias al zar, siendo desterrado a la ciudad de Vyatka -a más de 800 kilómetros al noreste de la actual capital- y obligado a trabajar durante varios años como funcionario del gobierno. Tras cumplir la pena y un nuevo exilio forzoso de dos años en Novgorod (esta vez por criticar la acción de la policía), en 1847 decidió abandonar Rusia para siempre. Un año antes había fallecido su padre, que le dejó una fortuna considerable, por lo que Herzen inició un periplo europeo que le llevaría a París, Ginebra y Londres, donde fundó el periódico revolucionario Kólokol (La campana), a través del cual luchaba contra el zarismo y que era distribuido en Rusia de contrabando por los reformistas. Herzen creía firmemente que los campesinos rusos unidos podrían derrocar a la nobleza y crear una sociedad rusa socialista donde se redistribuyeran las tierras.

Y ese espíritu igualitario impregna tanto sus textos políticos como su breve obra literaria. En España, aparte de alguna de sus obras políticas, solo se había publicado hasta la fecha la autobiográfica Crónica de un drama familiar (Alba, 2006), donde se narra el desmoronamiento de su mundo privado tras el fracaso de las revoluciones europeas de 1848. En apenas cuatro años, Herzen padeció la infidelidad de su esposa Natalia, la muerte de su madre y uno de sus hijos en un naufragio y la de la propia Natalia a causa de la tuberculosis.




Ahora, la joven editorial madrileña Ardicia edita un volumen que recoge sus dos novelas cortas: Doctor Krupov (1847), la que da nombre al libro, y La urraca ladrona (1848). En la primera, Senka Krupov, doctor en Medicina y Cirugía, nos presenta una suerte de informe autobiográfico en el que explica cómo ha llegado a la conclusión de que la locura no es una manifestación aislada presente solo en determinados individuos, sino que representa una constante omnipresente en toda la Historia de la humanidad.

La narración parte de la amistad infantil entre el protagonista y Levka, el bizco, un muchacho maltratado por su padre, que solo ve en él a un retrasado, a un «tonto de nacimiento», blanco de las burlas de todo el pueblo, y que solo es feliz en el bosque, jugando con Senka o junto a su perro Sharik. En esta vida asilvestrada (un guiño del autor al concepto del buen salvaje de Rousseau), el joven Krupov se empieza a dar cuenta de que quizá los locos sean (o seamos) los demás, y nos va relatando paso a paso las razones que sustentan su teoría a lo largo del resto de la novela.


Un retrato de Herzen en el que se intuyen la pasión y el espíritu combativo


Con una enorme ironía, Herzen va sacando a la luz por boca de Krupov los temas que le obsesionan: la injusticia del régimen ruso de servidumbre («¿Y, dónde está la utilidad de la existencia de las cincuenta generaciones que vivieron únicamente para que en este trocito de tierra sus hijos no murieran de hambre hoy y para que nadie supiera por y para qué vivían? ¿El placer de la vida? Ellos nunca lo saborearon, o al menos mucho menos que Levka»), las desigualdades sociales y el nulo interés por el pueblo llano de los terratenientes («Nos denegaron el acceso diciendo que los señores estaban tomando el té. […] ¿Y en qué estaba tan atareado este joven señor? Anda todo el tiempo con la escopeta, o simplemente, sin razón alguna, deambulando por los campos, sobre todo por donde trabajan las campesinas jóvenes»), la inutilidad de algunos dirigentes («El jefe médico de la institución […] estaba más deteriorado que la mitad de sus pacientes (se ponía una condecoración en el cuello y otra en el ojal cuando pasaba por las habitaciones de los dementes, y hacía entender a los enfermeros que le gustaba que le dijeran «Su Excelencia», cuando su grado era consejero civil»), o los errores que se van repitiendo históricamente («La Historia es una calentura derivada del buen hacer de la naturaleza, por medio de la cual la humanidad trata de librarse de la superflua bestialidad. […] En nuestro civilizado siglo resulta vergonzoso demostrar una sencilla idea: que la Historia es la autobiografía de un loco»). Pero aunque el pensamiento crítico de Herzen se filtre continuamente por el texto, también hay momentos gloriosos para la sátira porque sí:


«Con el futuro desarrollo de la química orgánica, con la benefactora ayuda de la naturaleza, se podrá elaborar y restablecer la sustancia cerebral. […] Así, por ejemplo, la aplicación conveniente del tratamiento con champán predispone al individuo a la amistad, al valor, al sentimiento de alegría y a los abrazos desbocados. […] En mi opinión, ahí reside una clave para la Psicoterapia».


En cuanto a la segunda nouvelle, La urraca ladrona, el planteamiento es totalmente distinto y el resultado final es, por decirlo de algún modo, más literario. Partiendo de un debate apasionado entre diversos personajes en torno a la mujer en el teatro ruso y su papel en la sociedad de la época, conoceremos por boca de uno de los presentes la vida de Aneta, una fascinante actriz de provincias atrapada en el teatro del príncipe Skalinski. Como no podía ser de otro modo, Herzen utiliza el texto para denunciar de nuevo el sistema de servidumbre y para mostrar la lucha que se daba en Rusia en aquel tiempo entre eslavistas, defensores de la tradición y los valores seculares, y occidentalistas, más abiertos a las tendencias y usos que venían del oeste de Europa.


«El asunto está muy claro. Aquí el hombre no es simplemente hombre, sino militar o civil. Con veinte años no se pertenece a sí mismo, está ocupado: el militar, con los estudios; el civil, con las actas y los extractos. Y las mujeres, mientras tanto, si no se entregan exclusivamente a la salazón y la confitura, leen novelas francesas.
–Las felicito. Debe de ser una gran educación –deslizó el eslavo– la que se puede extraer de Balzac, Sue y Dumas, ese viejo charlatán, moralista hasta la extenuación».


Hay que destacar sobre todo las primeras páginas de la obra, en las que Herzen –de manera muy elegante– va repartiendo estopa tanto a una parte de sus compatriotas, anclados en ideas del pasado, como a ciertos europeos antirrusos, con juicios preconcebidos acerca de los eslavos. Sin embargo, conforme avanza la narración de las desgracias de Aneta, el relato, aunque bien narrado, se va transformando en una especie de folletín decimonónico un tanto empalagoso para mi gusto. Aun así, merece la pena adentrarse en estas dos novelas para disfrutar con la ironía y el ingenio de Alexandr Herzen, que al menos llegó a ver nueve años antes de morir cómo el zar Alejandro II promulgaba por fin la ley de emancipación de los siervos en Rusia.

Doctor Krupov, Alexandr Herzen
Traducción de Sara Gutiérrez
Ardicia, 2014, 112 páginas, 14,90