El
deseo de la eterna juventud a cualquier precio es el tema central en la última
novela de la exquisita Irène Némirovsky
(Kiev, 1903 – Auschwitz, 1942) publicada por Salamandra. El libro comienza con la protagonista, Gladys Eysenach
-una mujer madura pero todavía muy bella- sentada en el banquillo de los
acusados de un tribunal parisino, que la juzga por el asesinato de su presunto
amante, un joven de veinte años. El caso ha levantado un gran revuelo en la
ciudad ya que Gladys pertenece a la alta sociedad y es una viuda rica
comprometida con un atractivo conde italiano. Resulta incomprensible que una
mujer así haya perdido la cabeza por un joven alumno de la facultad de Letras
de París. Y, sin embargo, la acusada insiste en su culpabilidad, reclamando
para sí misma un castigo ejemplar.
El
juicio representa un verdadero suplicio para la protagonista, que ve cómo se
airea con saña toda su vida privada a los cuatro vientos. La mujer antaño
envidiada, deseada febrilmente por los hombres, contempla ahora impotente la
pérdida de su encanto y su poder para siempre. ¿Pero qué lleva a Gladys a no
intentar defenderse de la acusación, a no alegar ningún posible atenuante a su
favor o ni siquiera dar una mínima justificación para su crimen?
Para
conocer la respuesta, Irène Némirovsky utiliza un potente flashback con el que nos traslada a la época adolescente de Gladys,
cuando toma conciencia de su
extraordinaria belleza y descubre por primera vez el poder que este enorme
atractivo puede proporcionarle en la vida. Una fuerza que le permitirá
hacer carrera en la alta sociedad, disfrutar al máximo de los bailes, de los
amantes, del dinero, recorrer Europa de fiesta en fiesta, pero que tiene una
fecha de caducidad inevitable y que a la postre será su perdición. Un claro
ejemplo del virtuosismo narrativo de
Irène es este comienzo del capítulo 1: le bastan doce escasas líneas para
sacarnos del eco del juicio que acaba de terminar e instalarnos cómodamente en
un baile londinense celebrado más de cuarenta años atrás, y todo ello con la
máxima naturalidad:
“Vieja y vencida, Gladys aún era hermosa. El tiempo la había deshojado a regañadientes, con mano suave y prudente; apenas había alterado el dibujo de un rostro en el que cada rasgo parecía modelado con amor, tiernamente cincelado. El largo y blanco cuello permanecía intacto; sólo los ojos, que nada puede rejuvenecer, no brillaban ya como antaño; su mirada traicionaba la ansiosa y cansada sabiduría de la edad, pero cuando Gladys bajaba sus hermosos párpados, quienes la veían podían reconocer la imagen de una niña que había bailado por primera vez en Londres, en el baile de los Melbourne, una hermosa y muy lejana noche de junio.”
Una Irène feliz
A
lo largo de las siguientes páginas, la autora nos presentará a toda una galería
de personas que van girando en torno a Gladys en cada época de su vida. Con la maestría habitual de Némirovsky para la
creación de personajes más allá de las meras descripciones, podemos
imaginar lo que pasa por la mente de cada uno de ellos, compadecerlos o bien
aborrecerlos, porque logra mostrar unos personajes reales, precisos y creíbles,
que son los puntales que sustentan todo el andamiaje de la novela.
De
entre ellos, Gladys Eysenach -lógicamente- está desarrollado hasta el más
mínimo detalle. No en vano Irène tenía
el modelo muy cerca: su propia madre. Faïga Némirovsky (o Fanny, como le
gustaba que la llamasen) procedía de una familia noble de Odessa y había sido
una niña malcriada y consentida. Fría y egoísta, le encantaba el lujo y la
ostentación, así que su objetivo en la
vida consistió en disfrutar al máximo de los placeres disponibles, a costa de
quien fuese. Con esta personalidad, no es de extrañar que cuando nació
Irène (su única hija) su extremo
instinto maternal la llevase a contratar a una institutriz francesa de
cincuenta años para educar y cuidar de la niña, ignorándola durante toda su
infancia. Será esta mujer -homenajeada como Mademoiselle Rose en El vino de la soledad- su verdadero
apoyo, el refugio y la luz, en
palabras de la propia escritora. Por poner un único ejemplo de vida familiar de esta época, cuando iban de
vacaciones a los lugares de moda entre la clase alta (Biarritz, Niza, Hendaya),
Fanny -y su amante del momento- solía alojarse en hoteles lujosos mientras su
hija y el servicio tenían que conformarse con una casa de huéspedes.
Con
un padre banquero siempre ausente por sus frecuentes viajes de negocios y sus
escapadas a los casinos y una madre que nunca se ocupó de ella, es fácil
comprender que Irène sufrió una niñez solitaria e infeliz. Afortunadamente para
nosotros, volcó toda esa frustración en
la literatura (hay pasajes bastante explícitos en dos de sus obras: El baile y sobre todo en El vino de la soledad), y esta novela
es, en buena medida, un ajuste de cuentas con Fanny. Ya la elección del título,
Jezabel, princesa fenicia y una de las malas malísimas del Antiguo Testamento,
nos da una idea del afecto con que está tratado el personaje. Sin embargo,
aunque las ideas principales y muchas de las situaciones estén sacadas de
hechos reales sufridos por Irène (ella misma se incluye en la novela bajo el
nombre de Marie-Thérèse), el libro va mucho más allá del simple deseo de
venganza y desemboca en una trama final sorprendente que ya no tiene nada que
ver con la biografía de la autora.
“«La felicidad es esto», se dijo, y no retiró la mano. Pero su fina nariz se agitó imperceptiblemente, y su rostro, tan joven, se transformó de pronto en el de una mujer, astuto, ávido y cruel. Qué grato era ver un hombre a sus pies… ¿Qué había en el mundo mejor que el nacimiento de ese poder de mujer?”“Y, como todas las pasiones, no le dejaba el alma tranquila ni un instante. Del mismo modo que el avaro sólo piensa en el oro y el ambicioso en los honores, todo el ser de Gladys vivía esclavizado por el deseo de gustar y la obsesión de la edad. «Nada más fácil que ocultar la edad», se decía.”
Irène y su hija Denise (1930) - Archivo Denise Epstein
En
cualquier caso, el tema de la obsesión de una mujer por la belleza y la
juventud eterna ya aparece en una novela
breve de Némirovsky, Ida (creo
que aún no disponible en español), publicada en 1934, dos años antes que Jezabel. En ella, Ida Sconin, una madura
aunque todavía hermosa vedette de cabaré se esfuerza cada noche por retener a
sus admiradores entre bailes, plumas y boas, obsesionada por ocultar sus
primeras arrugas y en guardia frente a las jóvenes bailarinas que luchan por
ocupar su trono, ya que no imagina su vida sin el reconocimiento de un público
entregado.
Como
conclusión, Jezabel me parece una estupenda novela, que sigue la
estela temática en versión femenina de El
retrato de Dorian Gray, donde el deseo de ser eternamente joven justifica
cualquier mala acción o cualquier crimen. Dorian consiguió liberarse en el
último momento de esta esclavitud con su muerte, pero en el caso de Gladys
Eysenach, los remordimientos la perseguirán el resto de su vida. Quizás como a
la propia Fanny Némirovsky, que por una burla del destino murió en París en
1989 ¡con 102 años!, sin rastro alguno de su ansiada belleza.
Jezabel, Irène Némirovsky
Traducción de José Antonio Soriano
Salamandra, 2012, 192 páginas, 15 €
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